Lo amó con el ritmo de cada edad; con el frenesí de los 15, con la intensidad de los 20, con la ansiedad de los 30, con la necesidad de los 40, con la serenidad- si es que puede haber serenidad en el amor- de los 50. Lo amó y lo amará por siempre. Lo sabe ahora que está cerca de los 60.
No hubo barrera que no intentara derrumbar, ni obstáculo, ni tiempo, ni espacio que ella no intentara subvertir, hasta que un día allá en los lejanos 90 entendió (o asumió), lo que había tardado tanto en aceptar: que él no la quería tanto como ella, que no la amaba, que no. Fue doloroso, desgarrador pero esa certeza actuó como un bálsamo, tal vez porque es cierto eso de que la verdad sana... pero a qué precio!
Ella pensó tanto y constató con resignación como todo su quehacer ha estado atravesado por ese amor y ese dolor. Ella siempre decía que su vida con él (porque convivieron contra todo pronóstico) era como un rompecabeza, al que le faltaba una pieza para poderlo entender y la encontró en esa definición. Entonces siguió su existencia que, acompañada de esa certeza, se hizo más definida, simplemente más definida pero más solitaria.
Ella a veces sueña con él. Ha vuelto a revivir momentos olvidados: ha vuelto a hacer el amor; ha vuelto a cocinar para él, a leer juntos. A vivir. Cuando ella despierta, ella está triste, muy triste. Porque sabe que eso solo pertenece al pasado. Ella dice que eso ocurre cuando- sin querer- duerme del lado donde él lo hacia cuando dormían juntos en ese mismo colchón. Ella cree eso y entonces evita desplazarse a ese lado, otras no, es como una forma de estar viva. Ella piensa que después de él, ella fue desterrada del Paraíso. Ella lo cree.
Ella soñó con él anoche y despertó justo cuando, agarrándole la cara le decía cuándo nos volveremos a ver y entonces las palabras que le dan título a esta crónica (?): el mismo amor, la misma sangre, el mismo deseo, comenzaron a taladrarle la memoria y supo así que había llegado el momento- largamente retrasado- de escribir sobre él.
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