Conocí
a Cabrujas en el 73, cuando fui al cierre de la primera campaña
electoral del MAS -el MAS de mis tormentos, como bien él lo definió-
en Caracas, con José Vicente como primer abanderado presidencial del
partido del puñito. Recuerdo que cuando iba entrando al
otrora Nuevo Circo una voz que coordinaba el acto me sedujo: era la voz de José Ignacio que entraba en
mi vida para siempre.
Luego
comencé a leerlo y a releerlo en los periódicos donde escribía: El
Nacional, Punto y el Diario de Caracas. La segunda vez que lo vi
fue en un teatro en Chacao, en agosto, cuando hacia una de las
últimas funciones de El día que me quieras, donde él
actuaba. Lo vi al entrar al recinto y toda yo rodé, no sabia
qué hacer; si saludarlo, felicitarlo o no decir nada. Opté por lo
último. Ese día para mi el teatro se dividió en antes y después
de Cabrujas.
Compré
el libro de la obra y pese a que a mi no me gusta leer teatro, lo he
releído infinidad de veces; hasta saberme incluso algunas partes de
memoria. Cómo olvidar a los personajes de María Luisa, Matilde
y Elvira Ancízar, a Gardel (exquisitamente interpretado
por Jean Carlos Simanca) y sobre todo a Pio Miranda diciendo:
Gardel no me divide la historia o no comprendes que me
expulsaron de la vida o a lo mejor se me extravío el mundo.
Todo eso en una sola voz, de un abandonado y desesperado que
anunciaba su pertenencia a la idea del comunismo sovietizado como
única idea capaz de redirmirlo, de darle sentido a una vida que se
había quedado extraviada en la historia, como muchas veces dijo
Cabrujas que estaba el país.
Ese
Pío Miranda que encarno a tantos y tanto compañeros de lucha
política que conocí, en diversos partidos de izquierda, incluyendo
al MAS, que militaron como Pío, sintieron como Pío
y... murieron como Pío, viviendo una entelequia, una idea
cosificada y dogmatizada que vació de contenido muchas de sus
hermosas propuestas. Todo esos me lo dijo Cabrujas en ese librito
chiquito llamado El día que me quieras y en una obra
monstruosa llamada El día que me quieras y al cual, con
frecuencia regreso, convencida de que encontraré una clave para
entender al país, para entendernos, para entenderme y casi nuca
falla.
Por
eso digo, a 20 años de su ausencia cumplidos este 21 de octubre, que
Cabrujas no se ha ido, no se puede ir. Cómo, sí a través de sus
discursos seguimos entendiendo al país como oficio, si lo
mejor que pudiéramos hacer frente a esta polarización espantosa y
ya casi suicida, es pensar a Venezuela como un país donde cabemos
todos, donde podemos caber todos, donde debemos caber todos. Por eso
digo que José Ignacio no se ha ido, sigue aquí, susurrando al oído
-con esa voz orgásmica que a todas y a todos paralizó y sedujo-
sus reflexiones, su país según Cabrujas.
Podemos
estar en desacuerdo en muchas ideas y situaciones, pero en torno a
Cabrujas y su voz, ya nos solo de dramaturgo, sino de taumaturgo
-como bien lo definió Alexis Blanco- podemos ponernos de acuerdo.
Creo que es posible. Es necesario que sea posible. Sigamos.
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